22 de mayo de 2013

Endogamia


Las (pocas) mujeres de una familia (pocas, insisto, y de parentesco directo, bien directo entre sí) hablaban (no en una conversación sino en muchas, a lo largo de años y años) de todas las demás (más precisamente de las esposas, novias e hijas de sus hermanos o primos):

que una era medio una atorranta, 
que la otra regenteaba un cabaret,
que aquellas dos, madre e hija se dedicaban a la prostitución,
que estas de acá, las hijas eran como la madre, ligeritas,
que la de más allá no era trigo limpio y que lo único que quería era  plata,
la mujer de este no calificaba para formar parte del grupo anterior, porque era bastante estirada, pero por eso mismo, tampoco.

¿Y las mujeres de la familia política?
Una, que era sucia,
la otra, una chismosa y conventillera,
y la otra, nada de nada.


Sus maridos (los de unas y otras), ignaros de todo, asistían -impasibles- a los desplantes y a la distancia.

No se salvaba ninguna.
No trataban a ninguna.
No era posible querer a ninguna otra.

Solamente ellas, las (pocas, y de parentesco bien directo) mujeres de esa familia
Solas.
Y no les dolía, en lo más mínimo.




19 de mayo de 2013



¿Qué sombra es la que cubre el resplandor de las llamas del fogón o la luz del sol del mediodía en estas fotos?
El padre Victor (Vittorio, en realidad, un cura italiano que ahora esta en Kenya) me las mandó hace unos pocos días, como recuerdo.
Y sin embargo, yo no puedo ni mirarlas. Estuve a punto de borrarlas, y no solamente porque no estoy muy favorecida en las dos imágenes en las que aparezco.
La sola perspectiva de compartirla con mis compañeras del colegio, y de leer sus comentarios me estremece.

Pero por ahí está bien observarlas.

El horror está ahí en las fotos:
en los apellidos de algunas de ellas, para empezar, en ese fuego para que nos hagamos todas más amigas, y en nuestras ropas, peinados y expresiones, en la rigidez de un orden replicado hasta en sus más pequeños y consistentes detalles, en ese rincón remoto del mundo junto al Río Colorado (esos días, por excepción; si no, acá en Bahía), en cada una de nosotras, en nuestros padres, en las monjas del colegio, (al cura -el padre Victor -Vittorio Albasini-, le concedemos el beneficio de la duda, porque él venia de Italia, una vez al año, durante un mes), y más en general, en toda la ciudad.

Y está presente, también ahora.
En lo que no se dice, en lo que -increíblemente- pareciera que nadie se anima a decir: qué orden era ese que nos constituía, que nos daba o nos quitaba la palabra, nos definía, nos calificaba, nos juzgaba.
En esa época no sabíamos nada. Pero ahora sí. Y lo que había para saber -concretamente- no era poco, ni nada leve.
Treinta años han pasado para algunas como si solo una correntada de agua hubiera las hubiera rozado apenas, como piedras que se secan rápido al sol. Y como si ese orden siguiera aún vigente.
De otras no sé nada.
Yo miro esto como si proviniera de un estadío de mi propia evolución muy remoto, muy lejano.
Pero, voilá, no puedo decir de otra vida. Porque si fuera otra vida, la sentiría ajena y me generaría curiosidad.
Me duele, en cambio, profundamente.
No solamente por ese horror pasado, sino por lo que de él aún perdura.


4 de mayo de 2013

Obsesionada. No puedo hacer nada más. No puedo pensar en otra cosa. Exploro cuidadosamente cada uno de los aspectos y matices de esta historia que entre tres personas me van contando, cada noche, desde hace diez días. Me la van contando, y se la van contando entre ellos, al mismo tiempo. Durante el día leo, releo, escribo, borro y vuelvo a escribir. Miro las fotos que me mandan, y les veo a todos cara conocida. Estoy callada casi todo el tiempo. Y cuando hablo, de lo único que realmente me importa hablar (y sólo en la intimidad del hogar) es de esto.
Tal vez porque son parientes. Lejanos, si, pero parientes. 
Tal vez porque de chicas jugabamos en la misma vereda sin conocernos, con una de ellas.
Tal vez porque la simpatía inicial me lleva luego a empatizar, de un modo cada vez mas hondo cuando la historia se va volviendo más compleja, más dolorosa, y a la vez más cercana.
Tengo que terminar y al mismo tiempo me resisto, como si el estar en este estado de obsesión me permitiera prolongar algo que -me lo digo a mi misma con franqueza- me produce un placer que no es muy fácil de explicar a quien alguna vez no lo ha sentido.

El espesor de la experiencia, la propia y también la ajena.
Es eso, sí, un placer intenso.