Me llevé Narración conmigo en mi
viaje a Italia, durante los primeros días de febrero, y me dispuse a leerlo en la casa de mi prima, un día que me había quedado sola, una mañana gris, junto a una enorme estufa a leña y frente a una ventana desde la que
se veía todo el valle gris, el cielo nublado, completamente opaca la atmósfera, no corría una gota de viento ni se oía nada
en ese pueblo perdido entre las montañas, donde el tiempo y
hasta la vida misma parecían haber quedado suspendidos, inmovilizados. Tomé ahí
este libro con esta tapa roja en este papel que parece de purpurina, un rojo capaz de derretir todas
las neblinas, y a leer las primeras páginas, me hallé de pronto frente al mar, en una soleada playa en
invierno, sintiendo en mi piel el viento, el correr de las horas y de los años y así es como me sumergí en Narración, una narración que no es un cuento sino exquisita poesía, y una
sutil y compleja interrogación sobre el tiempo: acerca de la experiencia de la duración y la finitud,
el goce y el dolor que se reactualizan
una y otra vez en el presente.
Uno toma el libro cuyo título es
Narración, hojea y encuentra 30 páginas de textos en prosa, y sin embargo desde
ya les digo a quienes aún no lo hayan hojeado, que apenas lean las primeras líneas del primer
texto, “El viento”, se van a encontrar frente a una poesía que no está construida
sobre el clásico y más evidente recurso de la escansión métrica y del verso. Es esta una poesía en la que las asociaciones de palabras vuelven
más profundamente perceptibles las sensaciones, –a flor de piel, a flor de
oído, a la vista,- produciendo, de algún modo, una lectura “tangible”. Algunos adjetivos al acompañar a ciertos
nombres de uso común, producen una inquietante sensación de extrañeza como por ejemplo, “señas
duraderas” (p.9), “voluntad creciente” (p.10), “nuestra pequeña voluntad” (p.11): se trata de esas “palabras disparadas como un atentado al
corazón del hábito y la repetición, palabras devuelta sin la mochila del hábito
o del sentido común”[1].
Lo mismo podría decirse con respecto a las comparaciones: “libres como los
árboles” (p.10) “mecemos las olas, juntos, en derredor, como un conjunto de
búfalos atribulados por el viento y los cazadores de hace 1000 años” (p.11). Sumada a esa
cualidad tangible, la potencia de ese extrañamiento, sin embargo, permite no solamente observar y dar cuenta de la realidad
externa, del mundo circundante: como una de las ráfagas de viento con que se
abre y se cierra el libro esas imágenes poderosas, esa brevedad contundente desacomodan,
remueven, conmueven y hacen del tiempo, en este libro, una dimensión en la que
la linealidad pareciera quedar desmentida.
Ya les dije que en este libro no
hay relato y sin embargo puedo asegurarles que los poemas de Narración hacen
justicia a su título. La narración, en términos retóricos, no es un relato en
el sentido novelesco del término, dice Barthes dice en sus Investigaciones retóricas, la antigua retórica …), sino que se caracteriza
por la brevedad, la claridad y la verosimilitud; y el sentido se va haciendo
evidente a medida que uno va encontrando, al leer, esa especie de "semillas
escondidas" (semina probationum) que, tal es el caso de Narración, van configurando este libro en su conjunto como un único poema. No se trata acá de un relato en el que cada
página constituye un hito o un paso en el desarrollo de una historia. Tampoco
son estos textos historias sueltas, ni relatos breves, ni “fotogramas”, y menos
aún, “recuerdos” o “memorias”. Es cierto
que cada poema se abre hacia una temporalidad, un espacio geográfico o una
experiencia diferente y se evocan y elaboran algunas imágenes o vivencias del pasado como si se tratara de las múltiples facetas de una piedra preciosa. Es, en cambio,
la pregunta por el propio pasado y el propio presente, y por el tiempo de los demás, y por la finitud, la
duración y la permanencia la que atraviesa y sostiene, como una ráfaga de
viento norte, todo este libro.
El libro tiene un epígrafe: “un
desierto es un espacio y un espacio se cruza”, y se trata, justamente, de un desierto de
western (el film es Cielo amarillo de William Wellman[2]),
donde si algo hay, es viento. Y no solamente el epígrafe: el viento, el viento
que abre y cierra el libro: “hace siglos el viento atraviesa el lugar” (p.9) – “lo
último del viento es la voz que no dura” (p.25). Uno podría pensar que el viento es aquí, en esta libro, el tiempo, y entonces, podemos sentir que, a
través de esta mediación, el tiempo adquiere un carácter físico, material, “el
viento no ha podido detener las horas acumuladas como en un tonel” (9), que
signa los cuerpos, el paisaje y las propias palabras acerca de la realidad y la
propia historia, un tiempo “material” que puede ser atravesado, como podría
recorrerse una playa o un desierto. Y del mismo modo podríamos pensar el espacio. Tomado al pie de la letra parecería que desde
el inicio se está señalando un lugar geográfico preciso, Mar del Sur, tal como
nos llevan a pensar los primeros textos del libro, y que ese será el lugar
donde todos los poemas transcurren. Tal vez desde un punto estrictamente
biográfico lo sea. Sin embargo a medida
que nos vamos sumiendo en la lectura comprendemos que ese espacio es mucho más
que un lugar determinado: ese espacio es por un lado el de la experiencia de la
escritura poética, y por otro, el espacio de la experiencia poética que
comenzamos a “cruzar” nosotros, lectores, al tomar este libro y comenzar a leerlo.[3]
Pero no se trata de un viaje hacia
la memoria, (sólo en un poema se propone esto y de manera explícita, Sitio de
la Memoria, y en este caso la operación es “volver los ojos hacia ese sitio una
y otra vez” como hacia lo que está ahí, siempre presente, p.17), ni una biografía
que se vaya develando en facetas. Todo está en presente, en tiempo
presente. Incluso el pasado irrumpe en
presente, en el presente en el que nosotros leemos los poemas: “sobre la
piedras calientes de la memoria puedo tocar los acontecimientos” (p.23), la
“brillosa piedra de la memoria”, un cierto dolor de la infancia puede ser
actualizado “las imágenes de mi infancia no han olvidado sus llagas” (p.16). Esta reactualización se da en referencia al
tiempo de la propia vida, y a la vez al tiempo de la humanidad toda: “como un
conjunto de búfalos atribulaos, el viento y los cazadores de hace mil años”
(p.11). Se trata, efectivamente del pasado en acto: “hallamos tramos de la infancia en la saliva en la
oscura ternura de nuestro abrazo” (p.15); un
“presente pleno”, una “comunión” en el sentido religioso del término (p.11), tal como sucede en el ritual de la comunión “este ES mi cuerpo,
esta ES mi sangre”. Ese presente pleno
es sin embargo aquello con lo que comulgan “los habitantes del lugar”,
“nosotros” nos quedamos mirando desde afuera. Así entonces, la preocupación que apremia es el paso del tiempo, las horas que se
escapan, la posibilidad de gozarlas o recuperarlas, por eso dice “sin consuelos
por el decoro del día, alimento la liturgia del instante” “los días se volvían infinitos, sin
cálculo.”(p.16)
Y tal vez, el recurso para hacernos
partícipes de esa temporalidad singular, junto a la primera persona del primer
poema que enuncia todo el tiempo en presente “miro con cierta fascinación…”, el sujeto en primera persona plural,
“nosotros” irrumpe a partir del segundo poema: “Concentramos, permanecemos,
saludamos…” Si nos hemos quedado con el dato literal de una estadía en la playa
y sumado a eso, la mención en los poemas siguientes, de “un hijo” (p.14), “mi
padre” (p.14), “mi mujer” (p.15), podríamos despachar rápidamente el asunto
pensando que ese plural alude a esas otras personas del entorno familiar. Sin
embargo, primero aparece la primera persona plural y solo varias páginas más
adelante son mencionadas esas personas,
y no en el contexto de la “playa”. El sujeto de ese “concentramos”, “saludamos”, “mecemos
las olas”, “nuestros días”, somos también nosotros. En esa tensión entre la percepción del paso
irrefrenable del tiempo (mensurable en minutos, días o años) y el presente de
la experiencia (que no necesariamente está ligada a la linealidad del
calendario) tal vez sea posible leer la inquietante búsqueda de una respuesta a la -irresoluble- pregunta por la duración, la finitud, por la permanencia y tal vez,
incluso, por la muerte: el pasado una piedra dura de roer, “acá estamos degastando los minutos o los
segundos, nuestras pequeñas horas doradas” (p.22).
Frente a la nieve, el rojo purpurina; frente a la impasible calma ambiente de aquella mañana de invierno, el viento; y en esas horas en que todo parecía suspedido, la meticulosa y delicada poesía de Narración vino a conmover ese tiempo que parecía suspendido, como una suave pero intensa brisa.
Frente a la nieve, el rojo purpurina; frente a la impasible calma ambiente de aquella mañana de invierno, el viento; y en esas horas en que todo parecía suspedido, la meticulosa y delicada poesía de Narración vino a conmover ese tiempo que parecía suspendido, como una suave pero intensa brisa.
[1]
1 poeta, diez preguntas, febrero de 2014.
[2]
Cielo amarillo, de William Wellman
[3]
Ese mismo concepto en la entrevista: 1 poeta 10 preguntas: “a la sombra de
otros textos en un espacio en el que el sonido y el sentido se cruzan”.
[4]
Presente continuo –recorrido poético-
(1992-2010), Viajera, Bs. As., 2010.
3 comentarios:
¡Qué bueno que lo hayas publicado! Es un texto increíble, lo dije y lo repito, sos mi lectora favorita.
Gracias Eva
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