19 de marzo de 2012
La 18
Mis mejores recuerdos de la escuela corresponden a una escuela que no era mía (la mía en realidad era un convento, era un jardín perfumado en primavera, una inmensa capilla penumbrosa protegida por dos inmensos ángeles que hablaban con sus lámparas simil candelabro entre sus manos), una escuela con ventanales y cortinas amarillas, con un San Martín mirándote enhiesto y de costado con sus cejas tupidas y su uniforme azul patria, con un salón con escenario y piano al que nos dejaban subir cuando ya se habían ido todos, los días de acto, una cocina con olla y cascarilla tibia, y pizarrones con tizas y tizas para hacer dibujos y escribir mientras mi madre conversaba con sus compañeras las maestras, todas con sus guardapolvos de maestra de antes con martingala y solapas y que la pollera no sobresalga por debajo del ruedo, y con el director, un señor canoso y serio y la porteras, que hoy cuando volví a entrar (para una reunión de profesores del conservatorio) sentí que podía volver a nombrarlas a todas y a cada una de esas mujeres enormes (y al señor serio, también) que nos besaban a mí y a mi hermana cuando nos veían y nos decían qué lindas y nos daban caramelos y nos dejaban jugar a la maestra; y que de alguna puerta iba a salir mi madre y nos iba a decir: Anita, Alicia, ¿vamos?
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