Un recuerdo se cuela a veces en mis sueños: el haber llegado a los cinco años a una casa nueva, con un patio enorme, y un galpón enorme, lleno de recovecos, con varias cosas que el dueño anterior se ve no tuvo ánimo ya para tirar y que están ahí esperando con sus maravillas dentro: algunos portafolios de cuero, cajones con papeles, láminas de madera muy finitas, y un olor a aserrín, a suela de zapato, a cuero que duraron en ese estado hasta que mi padre fue ocupando ese inmenso espacio con sus herramientas, sus máquinas y sus motores.
Caminar ahí adentro era siempre descubrir algo nuevo, inquietante. Al correr de los años llegaron heladeras, ventiladores, lavarropas, escritorios, armarios, mesas, lámparas con caireles, arañas, ventiladores, y después, además, todo el galpón de mi abuelo, todo el ropero y la cocina de mi abuela; los libros, los muebles y los planos de mi tío, ropa, lanas, telas, revistas, discos, frascos, todos los baúles y valijas usados en la familia desde 1928. Pero todo esto llegó también la interdicción: "no hay nada interesante ahí, son todas porquerías viejas, otro día mejor buscamos, las cosas mías no me las revuelvas."
Los sectores por los que se podía caminar se fueron achicando cada vez más, los bultos fueron perdiendo su forma y desaparecieron bajo enormes capas de tierra, telas que las recubrían, telas de araña, diarios viejos. Inútil fue la insistencia: en estos últimos años la negativa era cerrada cada vez que yo proponía ver qué había ahí.
Estuvimos más de un año tratando de atravesar ese galpón, de sacar cosas, tirar papeles, abrir bolsas, baúles, cajas y cajones. No terminamos, pero llegó finalmente el día en que logramos dar vuelta todo, abrimos la última bolsa, vaciamos el último estante, recorrimos el último entretecho.
Ese fue el día en que murió también la casa de mis padres.
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