29 de diciembre de 2010

Marco Polo [trata de explicarse] a sí mismo que aquello que buscaba era siempre algo que estaba delante de él, y aunque se tratasa del pasado era un pasado que cambiaba a medida que él avanzaba en su viaje, porque el pasado del viajero cambia según el itinerario cumplido, no digamos ya el pasado próximo al que cada día que pasa añade un día, sino el pasado más remoto. Al llegar a cada nueva ciudad el viajero encuentra un pasado suyo que ya no sabía que tenía: la extrañeza de lo que no eres o no posees más te espera al paso en los lugares extraños y no poseídos.

Italo Calvino, Las ciudades invisibles (cuando llegue a casa me fijo la página en la edicion de papel, ahora estoy leyendo online).

Italo Calvino, Las ciudades invisibles, Minotauro, Barcelona, 1998, pp. 57-58. En la edicion italiana de Mondadori, 2003, p 26.

Puerto de mar

Dice Carlo Ginzburg:
El oficio que he aprendido es el de historiador.
Es un oficio que me complace porque me permite moverme en muchas direcciones.
Hay historiadores que conciben su disciplina como si ésta fuera una fortaleza en la que refugiarse;
hay otros que la consideran (o al menos la consideraban) como si de un imperio se tratara, como un impero cuyo confines fuera necesario extender.
Para mí, por el contrario, es un puerto de mar, un lugar del que se parte y al que se regresa, un lugar que permite encontrar gentes, objetos y variadas formas de saber. Por eso me gusta.


La entrevista completa está acá (¡¡¡y espero que no sea apócrifa!!!)

24 de diciembre de 2010

Fantasmas de navidad


Seguro que el que hizo la ilustración de esta tapa no leyó este libro.

Entre mis 8 y, pongamosle, 15 años (parecen pocos ahora, pero son un tiempo absoluto), una serie de rituales privados y eclécticos hacían de la vigilia de Navidad uno de los momentos más esperados e intensos para mí: acomodar amorosamente las tarjetas que había recibido desde remotos lugares de parte de amigos por correspondencia a los que no conocía; cantar en voz alta - en soledad, por supuesto, a lo sumo con mi hermana- todos los villancicos que sabía; reflexionar sobre el evangelio que iban a leer en la misa  a la que después -obviamente- ibamos a ir; y leer puntualmente, Una canción de Navidad, de Charles Dickens, en esta edición de 1958 publicada por Hachette. A pesar de la engañosa ilustración de la cubierta nada tenía que ver este libro con papas noel ni con arbolitos de navidad ni tampoco con niñitos jesus, ni villancicos, ni misas ni nada de lo que acompañaba a nuestras navidades en esos años: un cuento de terror con fantasmas, niños hambrientos, viejos avaros, y muertos, para equilibrar el exceso de dulzura ambiente. Ese equilibrio entre lucecitas de colores, amor y paces por doquier y regalos presentes o venturos, y el austero sabor de la moraleja de este libro, era lo que en ese momento sentía como una "feliz navidad".

Varias amigas que me lo habían pedido atraídas por ese simpático papa noel, me lo devolvieron espantadas.

Tal vez ahora sea algo de esa vaga sensación lo que queda dando vueltas.
Y bueno, no es poco.
¡Chin chin!