10 de enero de 2010

Vigilia

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La habitación está en penumbras. Sentada junto a la barra metálica de la cama donde mi padre, con los brazos flexionados sobre su (ahora) escueto pecho, cruza sus piernas larguísimas y delgadas una y otra vez sobre sus rodillas, me viene a la mente, entre muchos otros contradictorios pensamientos, este pasaje de Cristo se detuvo en Eboli:

La muerte estaba allí, sentía el dolor y la humillación de mi impotencia. ¿Por qué, entonces, empezaba a sentir una paz tan inmensa? Me parecía estar desprendido de todas las cosas, de todos los lugares, alejado absolutamente de cualquier determinación, perdido fuera del tiempo, en una infinita distancia. Me sentía oculto, ignorado  por los hombres, escondido como un brote bajo la corteza de un árbol: tendía mis oidos a la noche y me parecía haber entrado, de repente, en el corazón mismo del mundo. Había en mí una felicidad profunda, nunca antes sentida, que me colmaba, y la fluida corriente de una plenitud inmensa.


La traducción es mía a partir de CARLO LEVI, Cristo si è fermato a Eboli, Einaudi, Torino, 1979 [1945], p. 198-199.