Quién sabe si no era un grande, un fuerte dolor, lo que volvía imposible a mi madre hablar de la suya?
¿Por qué no hablaba casi de ella?
¿Por qué vedaba cualquier intento mío por saber o conocer más del pasado?
Que el dolor obtura y enmudece, casi siempre es algo que sabemos, por propias experiencias, y ajenas. Y que a la vez, el dolor, hasta que no es dicho, lo impregna todo: los gestos, las decisiones, las palabras, las relaciones entre la persona que lo padece en secreto y quienes la rodean.
¿Qué dolor imponía su ley con tanto rigor, que llevaba a mi madre a enmudecer acerca de su madre, o repetir siempre, como latiguillos las dos o tres mismas tristes frases que le oímos decir durante años? ¿Qué dolor seguía tan presente en mi madre, una mujer activa, emprendedora e inteligente, que la llevaba a veces, incomprensiblemente, a aceptar y tolerar situaciones de extrema -e innecesaria - exigencia, entregando su propia vida, sus energías y sus posibilidades de ser feliz como oblación y sacrificio... ?
El hermano de mi madre, diez años mayor que ella, contó alguna vez a su hija Guillermina que recordaba a su madre una noche de Navidad, llorando desesperada por que había pegado mal unas etiquetas en las botellas de vino y el abuelo se había enojado con ella.
Eso no debe haber sucedido una sino muchísimas veces.
Nada angustia tanto a un niño como ver llorar a su madre. Pero a la vez, la autoridad de un padre que hace llorar a su mujer (y esperemos que hayan sido solo palabras duras las que provocaron ese llanto) no puede ni siquiera ser puesta en duda, aunque en el fondo termine generando un secreto odio.
La abuela llora, aporreada por los gritos - y a continuación el silencio glacial - de su marido. Las cuentas en el interior de la familia jamás se saldaban: solamente obediencia, silencio, y aceptación de lo que sucedia, todo para mantener y acrecentar esos bienes que en definitiva iban a ser para los hijos. Un adolescente (mi tío) tal vez puede tomar distancia, y al llegar a la edad adulta, irse, irse muy lejos, y hablar, contarles luego a sus hijos almenos algo de lo que había sucedido en su casa cuando era chico.
Una niña (mi madre), diez años menor que el adolescente, tal vez no tiene los recursos para verbalizar, objetivar lo que está ocurriendo. Quién sabe si no siente tal vez, incluso, culpa, una tremenda culpa. Se instala en ella una angustia profunda, infinita, de la que no habla con nadie en ese momento, y de la que no volverá a hablar nunca, porque la herida está ahí intacta, duele de solo mirarla, y sería intolerable decirla: la abuela inmolada, un sacrificio que necesita justificarse, y reiterarse para que todo siga teniendo sentido.
Eso no se transmite en la sangre sino a través de minuciosas palabras, actitudes, mandatos. Sobre "la sangre" no se puede actuar, sobre las propias decisiones de vida, sobre el modo en que uno procesa su propia historia, tal vez sí.
Por eso hay que decir, hay que decirlo todo, para sacarlo afuera, para que esas cuentas se salden definitivamente, y lo mismo que sentí el otro día, poder olvidarlas y seguir viviendo con felicidad, nuestras propias vidas.
Interdicción I
Interdicción II
Interdicción III
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