22 de abril de 2014

Libros

Un hombre viene al museo, desde hace dos semanas, todas mañanas, puntualmente y se sienta en una mesa a leer. Ya le ofrecí si quería llevarse el libro a su casa, pero no, dice que prefiere venir a leer a White, así me levanto, dice y salgo.

Otro me recibe en su casa casi al anocher, y a cambio de la fotocopia que le llevo me da dos preciados libros que hace rato que yo estaba buscando y una carpeta con hojas mecanografiadas en la que cuenta la historia de su vida. Me muestra todas las fotos que estan en la pared de su sala, y los álbumes caros de fotos de aniversarios de bodas y cumpleaños... Y este hombre que es viejísimo, de pronto se me muestra con un traje de superman, y bailando con una mujer hermosa -que es la suya que ahora nos mira con una cierta desesperación desde su silla de ruedas-, y paseando al sol por Sebastopol con un montón de gente; me da un paquete de bizcochitos, y como yo me tengo que ir enseguida me acompaña a la puerta cancel y se despide diciéndome: "te quiero, cuando termine de leer el libro que me trajiste (una fotocopia del libro de coleman que debe tener al menos 500 páginas), te llamo y seguimos charlando".

La tapa de mi libro, arte cisoria. Es como las facciones de un hijo, supongo.

Los tres ejemplares del libro del Noroeste que envié hoy  por correo a un librero de Recoleta. Por un momento empiezo a sentir curiosidad por cuál habrá de ser el camino que tomaran, quién los leerá.

Y de poesía, entre manos tres libros (de papel) y otro más en la pantalla: una hora de silencio en la que pude leer, sentada al sol, en una tarde sin nada, nada de viento.




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