17 de enero de 2015

“Escribir es otra manera bastante privilegiada de estar con uno mismo" Arnaldo Calveyra

Cada día doy caminando diez vueltas alrededor de la plaza, unos tres kilómetros más o menos. De cada grupo de personas junto al que paso al menos diez veces, escucho cada vez, unas pocas palabras o frases: dos chicas despellejan sin la menor ternura a los padres de los bebés que tienen una en el cochecito la otra en la panza; el vecino solterón de la vereda de enfrente habla con su joven y apuesto abogado -que se sienta con las piernas cruzadas en el borde blanco del cantero- sobre la posibilidad de vender una propiedad; una familia de personas todas muy voluminosas discute (durante al menos tres vueltas) quién se comió las tortas fritas; los taxistas se rien con brutales carcajadas de las anécdotas que uno de ellos -el más alto, mas gordo, de pelo más largo, canoso, ondulado y mojado, que acaba de estacionar su vehículo último modelo- cuenta desaforado; una señora le trae comida al perro de la plaza y cuenta que vino el veterinario a verlo, que lo revisó, le puso una inyección y que cobró cuatrocientos pesos, que a la noche va a dormir (ahi no alcancé a escuchar dónde).

Generalmente disfruto esto como un rato de calesita. Pero hoy, no sé por qué, sentí que todo era particularmente violento, una violencia capilar, microscópica, en los movimientos, en los volúmenes de los cuerpos, en las inflexiones de las voces, en el estruendo de las risas, en los dos árboles centenarios brutalmente mochados, en los agujeros que dejaron en la vereda las máquinas que usaron para cortarlos.

Hoy hable con Mis parientes de Italia y con mi prima Julieta, me gusto

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