16 de mayo de 2014

Presentación de Narración, de Carlos Battilana



Me llevé Narración conmigo en mi viaje a Italia, durante los primeros días de febrero, y me dispuse a leerlo en la casa de mi prima, un día que me había quedado sola, una mañana gris, junto a una enorme estufa a leña y frente a una ventana desde la que se veía todo el valle gris, el cielo nublado, completamente opaca la atmósfera, no corría una gota de viento ni se oía nada en ese pueblo perdido entre las montañas, donde el tiempo y hasta la vida misma parecían haber quedado suspendidos, inmovilizados. Tomé ahí este libro con esta tapa roja en este papel que parece de purpurina, un rojo capaz de derretir todas las neblinas, y a leer las primeras páginas, me hallé de pronto frente al mar, en una soleada playa en invierno, sintiendo en mi piel el viento, el correr de las horas y de los años y así es como me sumergí en Narración, una narración que no es un cuento sino exquisita poesía, y una sutil y compleja interrogación sobre el tiempo: acerca de la experiencia de la duración y la finitud, el goce y el dolor que se reactualizan una y otra vez en el presente.
Uno toma el libro cuyo título es Narración, hojea y encuentra 30 páginas de textos en prosa, y sin embargo desde ya les digo a quienes aún no lo hayan hojeado, que apenas lean las primeras líneas del primer texto, “El viento”, se van a encontrar frente a una poesía que no está construida sobre el clásico y más evidente recurso de la escansión métrica y del verso.  Es esta una poesía  en la que las asociaciones de palabras vuelven más profundamente perceptibles las sensaciones, –a flor de piel, a flor de oído, a la vista,- produciendo, de algún modo, una lectura “tangible”.  Algunos adjetivos al acompañar a ciertos nombres de uso común, producen una inquietante sensación de extrañeza como por ejemplo, “señas duraderas” (p.9), “voluntad creciente” (p.10), “nuestra pequeña voluntad” (p.11): se trata de esas “palabras disparadas como un atentado al corazón del hábito y la repetición, palabras devuelta sin la mochila del hábito o del sentido común”[1]. Lo mismo podría decirse con respecto a las comparaciones: “libres como los árboles” (p.10) “mecemos las olas, juntos, en derredor, como un conjunto de búfalos atribulados por el viento y los cazadores de hace 1000 años” (p.11). Sumada a esa cualidad tangible, la potencia de ese extrañamiento, sin embargo, permite no solamente observar  y dar cuenta de la realidad externa, del mundo circundante: como una de las ráfagas de viento con que se abre y se cierra el libro esas imágenes poderosas, esa brevedad contundente desacomodan, remueven, conmueven y hacen del tiempo, en este libro, una dimensión en la que la linealidad pareciera quedar desmentida.
Ya les dije que en este libro no hay relato y sin embargo puedo asegurarles que los poemas de Narración hacen justicia a su título. La narración, en términos retóricos, no es un relato en el sentido novelesco del término, dice Barthes dice en sus Investigaciones retóricas, la antigua retórica …), sino que se caracteriza por la brevedad, la claridad y la verosimilitud; y el sentido se va haciendo evidente a medida que uno va encontrando, al leer, esa especie de "semillas escondidas" (semina probationum) que, tal es el caso de Narración, van configurando este libro en su conjunto como un único poema.  No se trata acá de un relato en el que cada página constituye un hito o un paso en el desarrollo de una historia. Tampoco son estos textos historias sueltas, ni relatos breves, ni “fotogramas”, y menos aún, “recuerdos” o “memorias”.  Es cierto que cada poema se abre hacia una temporalidad, un espacio geográfico o una experiencia diferente y se evocan y elaboran algunas imágenes o vivencias del pasado como si se tratara de las múltiples facetas de una piedra preciosa. Es, en cambio, la pregunta por el propio pasado y el propio presente, y por  el tiempo de los demás, y por la finitud, la duración y la permanencia la que atraviesa y sostiene, como una ráfaga de viento norte, todo este libro.
El libro tiene un epígrafe: “un desierto es un espacio y un espacio se cruza”, y se trata, justamente, de un desierto de western (el film es Cielo amarillo de William Wellman[2]), donde si algo hay, es viento. Y no solamente el epígrafe: el viento, el viento que abre y cierra el libro: “hace siglos el viento atraviesa el lugar” (p.9) – “lo último del viento es la voz que no dura” (p.25). Uno podría pensar que el viento es aquí, en esta libro, el tiempo, y entonces, podemos sentir que, a través de esta mediación, el tiempo adquiere un carácter físico, material, “el viento no ha podido detener las horas acumuladas como en un tonel” (9), que signa los cuerpos, el paisaje y las propias palabras acerca de la realidad y la propia historia, un tiempo “material” que puede ser atravesado, como podría recorrerse una playa o un desierto. Y del mismo modo podríamos pensar el espacio. Tomado al pie de la letra parecería que desde el inicio se está señalando un lugar geográfico preciso, Mar del Sur, tal como nos llevan a pensar los primeros textos del libro, y que ese será el lugar donde todos los poemas transcurren. Tal vez desde un punto estrictamente biográfico lo sea.  Sin embargo a medida que nos vamos sumiendo en la lectura comprendemos que ese espacio es mucho más que un lugar determinado:  ese espacio  es por un lado el de la experiencia de la escritura poética, y por otro, el espacio de la experiencia poética que comenzamos a “cruzar” nosotros, lectores,  al tomar este libro y comenzar a leerlo.[3]  
Pero no se trata de un viaje hacia la memoria, (sólo en un poema se propone esto y de manera explícita, Sitio de la Memoria, y en este caso la operación es “volver los ojos hacia ese sitio una y otra vez” como hacia lo que está ahí, siempre presente, p.17), ni una biografía que se vaya develando en facetas. Todo está en presente, en tiempo presente.  Incluso el pasado irrumpe en presente, en el presente en el que nosotros leemos los poemas: “sobre la piedras calientes de la memoria puedo tocar los acontecimientos” (p.23), la “brillosa piedra de la memoria”, un cierto dolor de la infancia puede ser actualizado “las imágenes de mi infancia no han olvidado sus llagas” (p.16).  Esta reactualización se da en referencia al tiempo de la propia vida, y a la vez al tiempo de la humanidad toda: “como un conjunto de búfalos atribulaos, el viento y los cazadores de hace mil años” (p.11). Se trata, efectivamente del pasado en acto: “hallamos tramos de la infancia en la saliva en la oscura ternura de nuestro abrazo” (p.15);  un “presente pleno”, una “comunión” en el sentido religioso del término (p.11), tal como sucede en el ritual de la comunión “este ES mi cuerpo, esta ES mi sangre”.  Ese presente pleno es sin embargo aquello con lo que comulgan “los habitantes del lugar”, “nosotros” nos quedamos mirando desde afuera. Así entonces, la preocupación que apremia es el paso del tiempo, las horas que se escapan, la posibilidad de gozarlas o recuperarlas, por eso dice “sin consuelos por el decoro del día, alimento la liturgia del instante”  “los días se volvían infinitos, sin cálculo.”(p.16)
Y tal vez, el recurso para hacernos partícipes de esa temporalidad singular, junto a la primera persona del primer poema que enuncia todo el tiempo en presente “miro con cierta fascinación…”,  el sujeto en primera persona plural, “nosotros” irrumpe a partir del segundo poema: “Concentramos, permanecemos, saludamos…” Si nos hemos quedado con el dato literal de una estadía en la playa y sumado a eso, la mención en los poemas siguientes, de “un hijo” (p.14), “mi padre” (p.14), “mi mujer” (p.15), podríamos despachar rápidamente el asunto pensando que ese plural alude a esas otras personas del entorno familiar. Sin embargo, primero aparece la primera persona plural y solo varias páginas más adelante son mencionadas  esas personas, y no en el  contexto de la “playa”.  El sujeto de ese “concentramos”, “saludamos”, “mecemos las olas”, “nuestros días”, somos también nosotros.  En esa tensión entre la percepción del paso irrefrenable del tiempo (mensurable en minutos, días o años) y el presente de la experiencia (que no necesariamente está ligada a la linealidad del calendario) tal vez sea posible leer la inquietante búsqueda de una respuesta a la -irresoluble- pregunta por la duración, la  finitud, por la permanencia y tal vez, incluso, por la muerte: el pasado una piedra dura de roer,  “acá estamos degastando los minutos o los segundos, nuestras pequeñas horas doradas” (p.22).

Frente a la nieve, el rojo purpurina; frente a la impasible calma ambiente de aquella mañana de invierno, el viento; y en esas horas en que todo parecía suspedido, la meticulosa y delicada poesía de Narración vino a conmover ese tiempo que parecía suspendido, como una suave pero intensa brisa.


[1] 1 poeta, diez preguntas, febrero de 2014.
[2] Cielo amarillo, de William Wellman
[3] Ese mismo concepto en la entrevista: 1 poeta 10 preguntas: “a la sombra de otros textos en un espacio en el que el sonido y el sentido se cruzan”.
[4] Presente continuo –recorrido poético- (1992-2010), Viajera, Bs. As., 2010.

3 comentarios:

Eva dijo...

¡Qué bueno que lo hayas publicado! Es un texto increíble, lo dije y lo repito, sos mi lectora favorita.

Ana Miravalles dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Ana Miravalles dijo...

Gracias Eva